sábado, 23 de octubre de 2010

Mentirosos!

Si Cenicienta hubiese girado su cabeza cuando corría con un solo zapato despavorida del palacio, no hubiese podido creer.
Lo que antes era un palacio elegante y hermoso era ahora un edificio común y corriente. La fachada estaba parcialmente destruida y la escalera negra por el polvo daba la idea de una casa abandonada más que la de un palacio. En la puerta, el supuesto príncipe ya no era más el elegante buen mozo que cortejaba a las bellas damas. Flaquito y con hombros bajos, el muchacho miraba triste cómo su alrededor pasaba a la decadencia y veía marcharse a la única chica que le había conquistado el corazón.
Su hada padrino (un supuesto brujo medio homosexual) le había concedido el deseo de conocer al amor de su vida. Para ello, le concedería las apariencias más hermosas y estrafalarias que atraerían a cualquier muchacha. La condición de este deseo, sin embargo, era que cuando él se enamorara de esa chica, las apariencias caerían. A partir de allí, él sólo tendría que hacerse paso a través de la honestidad y la sinceridad para conquistar a su amor.
Con zapato en mano, se hizo pasar por siervo del fingido príncipe y fue de casa en casa buscando al piecito que entrara en el zapato. Finalmente, cuando la encontró a Cenicienta, se la llevó con la excusa de que la estaba dirigiendo hacia el nuevo palacio ya que el viejo había “sufrido un ataque de un mago maligno y se había convertido en una pocilga”.
Ya en un lugar a solas, con pura sinceridad e inocente amor pero con estúpida y torpe manera de hablar le confesó todo a Cenicienta.
Cenicienta, que también se había beneficiado de la magia para encontrar a su “príncipe azul”, observó a este chico que la miraba con ojos tristes pero cálidos. Por un lado, se sintió ofendida. Le habían mentido. Pero por el otro lado, ella había intentado hacer lo mismo. Lo debatió un par de segundos y finamente accedió a que vayan al telo que quedaba a dos cuadras.

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