viernes, 5 de noviembre de 2010

La gota que rebalsó el vasco

El vasco servía los platos y las bebidas. El jefe sólo se encargaba de las cuentas. El vasco lavaba, limpiaba y atendía las mesas. Hacía de todo pero también tenía que soportar al gaucho Lisandro.
Lisandro había empezado a ir a la pulpería hacía un par de meses y ya era una tortura. Siempre que llegaba gritaba "vasco, vasco, vasco, que carita de feo que tenés". Era hartante pero tenía que soportarlo. Hace un buen tiempo que no estaba en buenos términos con el jefe y el vasco sabía que cualquier excusa le iba a servir para mandarlo de patitas a la calle. Y le faltaba muy poco de dinero para irse. No de patitas, sino caminando con la frente honrada de un trabajador en busca de nuevos rumbos: poner un almacén en Ramallo. Pero para ello, tenía que seguir bancándoselo al gaucho Lisandro.
Solía venir tres veces por semana y el vasco agradecía a Dios que no fueran más. Por más fuerte que pareciera por su tamaño corpulento, el vasco tenía una cara gentíl. Era tranquilo y callado. Su poco manejo del idioma argentino le impedía entablar nuevas relaciones. Tampoco le interesaban. Esa pulpería era un escondite de ratas. El almacén estaba muy cerca, muy cerca de hacerse realidad. No le importaba a quién se tenía que bancar si total a estos malolientes buenos para nada no los vería nunca más en su vida. Argentinos de mala muerte sólo iban a ese lugar.
Cómo le gustaría romperle la cara a trompadas a ese estúpido. Se contenía siempre. A veces, más tarde en la noche, no entendía cómo podía aguantarlo. Era como si se volvía sordo para los insultos y seguía trabajando mecánicamente.
Sin embargo, una vez no pudo más con la situación.
Lisandro había llegado con su caballo temprano, antes de que se ponga el sol. Llegó con su imponente caballo negro y lo ató a las afueras del bar. El vasco observó su llegada y comenzaba a repetirse una sola palabra en su cabeza: el almacén, el almacén, el almacén.
Como siempre, comenzaron las cargadas. Una tras otras iban como los vasos de ginebra que se tomaba el gaucho. Los clientes cambiaban y también su repertorio. Sacaba de la galera insultos, bromas para demostrar lo guapo que era. El gaucho era todo un artista. Un artista muy molesto. El vasco se las bancaba, era como siempre. Soportar y trabajar, soportar y trabajar. Pero llegó un momento que no pudo más. Cuando le llevó una botella de ginebra y un vaso a la mesa del gaucho, éste le escupió el vaso y le dijo: "está sucio, traeme otro."
Basta. No pudo más. Más adelante no supo por qué esa fue la gota que le rebalsó el vaso. Simplemente había sido una más de todas las que ya se había aguantado. De nada le molestaba ir a buscar otro vaso pero fue la mirada de Lisandro que lo fulminó. Esa mirada cruel, mezquina. En ese momento, se había dado que nunca, nunca, desde que habían empezado las bromas le había vistos los ojos. De mala persona, de sobrante, de infeliz. El vasco ya había tenido suficiente. Se agachó y le dijo al oído con su castellano rústico: "Afuera". Dejó su delantal y salió por la puerta.
Todos en el bar observaron la escena con asombro y se entusiasmaron. Empezaron a gritar y a arengar: "Eh, Lisandrito, el vasco se le va a plantar, no sea cagón y salga".
"Me termino el vaso y lo mato" les contestó el gaucho Lisandro.
El público salió a los trotes a posicionarse para la función. Lisandro, desde adentro del bar escuchó gritos y suspiros. Escuchó el jefe diciendo "A la mierda, vasco ¿como podés?"
Lisandro se terminó el vaso de un trago y salió guapo pero quedó petrificado.
El vasquito estaba sosteniendo el caballo de Lisandro en sus brazos. Lo había levantado con su propia fuerza. Lo sostenía en el aire y su cara se le había llenado de sangre. El rostro gentil y tranquilo ya no estaba. Era el enojo desatado. Un volcán rugiente. Fuego feroz. La ira vasca.
El vasco, en un solo movimiento, revoleó y lanzó al caballo a considerable distancia y se comenzó a masajear la espalda. Los relinches del caballo cortaban el silencio de la noche. Las caras boquiabiertas estaban alumbradas por la tenue luz de un farol. El vasco pasó junto a ellos y cerca de Lisandro dijo: "beira zen garbi" (el vaso estaba limpio).




Dedicado a mi tatara-abuelo Candido Inchausti y a Juan Moreira, el gaucho Lisandro.

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